Se acaba el año y como siempre que se acaba un año todo lo que se escribe es sobre ese año que se está acabando. Yo lo he hecho muchas veces desde que empecé a trabajar entre los juegos y los textos, pero este año por más que lo he intentado no me ha terminado de salir. En parte es porque a estas alturas, con apenas un par de días de 2023 hasta que todo termine y vuelva a empezar, llego un poco tarde, ya está todo repleto de retrospectivas y resúmenes, y casi me parece más justo abrazar las que más me han interesado que añadir una más al torrente de despedidas. También hay un punto, como una punzadita en algún pliegue remoto de mi cabeza, que me tiene rumiando con demasiada insistencia el regusto a contenido que tienen siempre las semanas de tops y best ofs. Me niego a abandonarme a ello porque sería injusto y poco honesto por mi parte, porque no todo el mundo hace lo mismo de la misma manera ni por los mismos motivos ni en las mismas circunstancias, y porque, como decía antes, solo hace falta irse a las semanas finales de 2022 para leer mi último texto sobre cómo hemos jugado a lo largo del año. Supongo que lo único que ha cambiado esta vez es que a veces uno siente que lo mejor es no hacer nada, o hacer la nada, ofrecer un poquito de normalidad en tiempos de tanta excepcionalidad y ceremonia, como si simplemente hacer lo de siempre pudiese ser un refugio, tanto hacia adentro como hacia afuera. Y más aún después de estos 12 meses tan nefastos de colapso industrial (nunca del todo, la línea siempre sube, ese es el problema) que, pese a despidos y cierres masivos, no ha supuesto aparentemente ningún problema para los entusiasmos, las celebraciones y las declaraciones de que estamos mejor que nunca, porque mira cuántos juegos, premios y anuncios. Es complicado sentarse a mirar el pasado reciente desde la óptica de los videojuegos cuando ahí fuera parece que los tiempos convulsos no cesan, que todo es colapso y autodestrucción, que jugar es poco más que un privilegio. Pero rendirse a ello sería, por otro lado, claudicar a un pesimismo que ni quiero promover ni me define ahora mismo, enrocarse en un realismo capitalista (una postura superadísima, intelectual y pragmáticamente) que impediría ver las luces que, por tenues que sean, existen. Así que, nada, nos queda lo normal y lo cotidiano. Eso que cuesta un poquito ahora mismo pero que es lo único que podemos hacer. Nos queda jugar.
Volviendo sobre lo de las listas anuales, decía antes que me apetecía abrazar propuestas de otras, así que empecemos por ahí antes de dejarnos caer por la lista habitual de textos, videos, juegos y loquesurjan. Fuera del videojuego, el vistazo que suele sacar Vox por estas fechas (el medio, no el partido) me pega siempre muy fuerte, tanto por lo cómo comprime decenas de acontecimientos en unos minutos como por la edición, pura energía. Ya de nuestro lado, están los 10 de Jayanth en Giant Bomb (tengo que buscar huecos para I Was a Teenage Exocolonist, Saltsea Chronicles, Mediterranea Inferno y ese 100xResist que no conocía), las recomendaciones de Cécile Richard (que no son un inventario anual per sé, pero ustedes me lo admiten, ¿verdad?), los 40 minutos de eurothug4000 (la mejor compañía para pasear por el lado extraño y divergente de nuestros juegos, apunto Before the Green Moon, SWOLLEN TO BURSTING UNTIL I AM DISAPPEARING ON PURPOSE y Corn Kidz 64), las cositas que se vienen de Tomás (la mejor guía que habrá para el autoestopista de la crítica una vez se publique), el hilo de Kitsune con juegos baratos y pocos conocidos para aprovechar las rebajas de invierno en Steam (que tampoco es retrospectivo, pero es el mejor lugar al que ir para decidir qué jugar entre fiesta y fiesta). Estos son, si no se me queda nada atrás, las miradas atrás que han caído en mis notas para esta carta, que si las junto todas ya me dan para más de un año de mirar hacia adelante. Lo demás será el habitual intento, medio desesperado, por existir en un presente en el que cuesta mucho hacer pie, pero para eso nos escribimos, nos leemos y nos cuidamos.
Encarando ya la prometida normalidad, he de confesar que desde la última carta apenas he encontrado tiempo para leer artículos y ver videos. Ha sido un diciembre turbulento con muchas líneas de trabajo paralelas (y enredadas, pelín atascadas) que me ha obligado a atender bibliografías para videos y textos pendientes y, en viéndome que tenía que elegir, opté en esta ocasión por los juegos. Sé que hace poco NakeyJakey subió una pieza sobre lo anticuado que está el diseño de juego de Bethesda (que tampoco descubre América pero qué gracioso lo hace, qué bueno que viniste), que en Bullet Points cerraron el año con un regreso a Cyberpunk 2077 y su DLC, que tengo que escuchar cuanto antes los últimos capítulos de Eggplant (Puzzmo, Saltsea Chronicles, Tux and Fanny, Spoils) y que Remap será uno de mis portales de cabecera para 2024 (que ahora mismo anda, claro, entregado a los GOTYs de sus redactorxs). Y puesto así todo junto me está quedando una cara muy de pendientes, de lo todavía-por-hacer, y eso me agobia y me alivia a partes iguales. Tampoco es cuestión de correr detrás de un ritmo inalcanzable, y fuck el FOMO, pero no viene mal tener un punto de fuga y un anclaje para esos primeros compases de lo que sea que se venga.
Juegos de los que hablarles, adelanté arriba, sí que traigo un puñadito. En mis ratos muertos acabé Lies of P, una obra sobre ser una marioneta traidora de clase de la que ya se ha dicho mucho así que para qué decir más; bueno, bonito, soulslike, y el resto lo que cuenta Joseph Anderson en su videocrítica. Estoy cerca de acabar Red Dead Redemption 2, principalmente para quitarme la espina del backlog, otro del que costaría demasiado tener algo que comentar a estas alturas de la vida, con el que choco constantemente pero del que me llevó una Saint Denis que me cautivó con su niebla pero que soy incapaz de separar (y es mejor que sea así) del abuso con el que fue construida en el infierno laboral de Rockstar. Hace unos días sacamos el podcast de A Highland Song, al que rendiré amor y pleitesía hasta el fin de mis días, y con el que cerramos nuestra trilogía mochilera de Inkle. Y alrededor de todas estas cosas, dándome paz y calorcito y alegría, he jugado también a esto:
1. Let's Find Larry (germfood, 2023)
Un searching game firmado por germfood (la gente detrás de Night of the consumers) augura vueltas de campana, con su estética grotesca y su textura decadente tan marca de la casa, con ese Larry escondiéndose por dioramas crujientes que te pide por favor que dejes de buscarle. A las pocas pantallas ya tienes claro que algo no anda bien en este juego, que los ojos de tu presa inyectados en sangre y su frente sudorosa esconden algún tipo de historia macabra en plena huida, del parque a la ciudad, del mall a los suburbios, del pasado al presente. La dinámica es siempre la misma: llegar a un trocito de persecución, rebuscar entre las cosas y la gente, clicar en Larry y verle huir despavorido, suplicando entre gritos y arañándose la cara. Al rato llega el giro, que ahí está esperándoles si lo juegan, envuelto en un jugueteo meta de esos que a mí siempre me ganan. Ojalá explorar más ese umbral entre el cielo y la lupa, lo que se esconde entre las sombras cosidas de cintas amarillas, las cosquillas cuando el cursor se rompe y los ojos se caen al suelo, a la primera persona del presente. Let's Find Larry es corto, apretado y directo, una muesca más en la trayectoria de un equipo con voz e imágenes propias, hechas de a poquito, en pequeñas dosis, coleccionando pesadillas y decadencias. No cuesta nada imaginar el supermercado asaltado por zombis consumistas de Night of the Consumers («Welcome to hell») viviendo en alguna de las calles por las que Larry se escabulle, noche tras noche atacado por clientes horribles e inmisericordes. Un mundo horrible que me encantaría seguir explorando, entrar en cada una de sus casas y negocios, conocer a toda su gente. Comer en Stinky Food, vestirme en Cool Clothes, quedar con alguien en Big Gulps.
2. Artic Eggs (the water museum, 2023)
Uno de esos juegos que nada más arrancarlo se me agarra a varios textos, ideas y lugares. «Un juego de cocina de ciencia ficción en el que asumes el papel de un vendedor ambulante atrapado en la Antártida que anhela una huida. Vende tus huevos ilegales a quienes parezcan tener hambre». Es 2091, vives en una estructura oscura de pasarelas y edificios lúgubres, rodeada de gente atrapada en una rutina nevada ocupada por fuerzas militares. Sabe a Neyasnoe y a Umurangi, suena a Babbdi y Cookies, habla como It's Wintery Sludge Life . Un juego pequeño anidado en la Bigmode Game Jam 2023 que se juega a base de pasear, recibir pedidos y sacar la sartén para saltear unos huevos con cigarro, unas sardinas con bacon, o todo a la vez con un extra de longaniza bien churruscadita. Cuesta un poco hacerse a las manos de la sartén y encontrar el equilibrio del ratón para que los ingredientes no salgan volando cuando intentas darles la vuelta, pero lo que al principio es una frustración considerable se transformó, en mi partida, en una especie de juego de resistencia. Como si estuviese con algo de Foddy, corriendo los 100 metros QWOP, escalando el vertedero de assets flipeados en Getting Over It o vengándome en las coreografías samuráicas del Zipper de Playdate (este lo cubrimos en su Mochila, hace ya un tiempo). Ese tipo de obras que son ásperas y que se resisten a ser jugadas, que quizá en Artic Eggs no sea algo realmente intencional (¿importa?) pero que trenza muy bien con el contexto y la atmósfera, con aquello de freír huevos ilegales en un círculo polar periapocalíptico. Y, por si no fuese suficiente, están las historias, lo que cada persona con la que te cruzas te cuenta sobre sí misma, la vida en 2091 o el hambre cuando no hay comida. Relatos de cuando prohibieron los corrales, de la última pandemia, de cuando se fueron todos los flamencos y los edificios se quedaron cubiertos de plumas rosas como azúcar de fresa. Pensamientos al aire contaminado: el crujido de la panceta, el olor de la gravedad artificial, los tarros de miel que todas guardamos en el baño.
3. Tiny Echo (Might and Delight, 2017)
Este me lo descubrió Kitsune, otra cosa más que añadir a la lista titulada Gracias por tanto. Tiene un tiempo ya, pero había pasado debajo de mi radar (que a veces funciona bastante mal, para qué engañarnos), y fue lo que publicó Might and Delight antes del tercer Shelter y de lanzarse al largo desarrollo, todavía en marcha a través de acceso anticipado, de Book of Travels, al que le tengo todas las ganas y alguna más. Tiny Echo es, para que nos entendamos rápido, puro amor a primera vista: un paisaje ilustrado a mano, palpitante de colores y formas, habitado por criaturas y espectros variopintos en el que no hay palabras, solo paseo, encuentros y sonidos. Por hilarlo con otros juegos (que parece que es la dinámica que me ha salido hoy en esta carta), tiene ecos (pun megaintended) de Samorost, de lo de Vectorpark, de todos esos títulos increíbles como GNOG, Heliopediao Islands: Non Places que hablan con la lengua de los juguetes. Toqueteo, errabundeo y un poquito de puzle point&click mientras acompañamos a Emi a repartir cartas por el bosque, bajo la tierra, donde los nidos de las águilas gigantes y los charquitos de lágrimas tristes. Se le nota el cariño y la dedicación, la artesanía de álbum y la voluntad de dejar que la viñeta y la microinteracción cuenten el mundo. Trece cartas para trece vecinas, con sus trece sombras y sus trece sueños, y después un regreso a casa. Siesta bajo la ventana, cubierta de incienso, con el día hecho y la correspondencia, bueno, correspondida. Es una suerte de reverso luminoso de aquel Lake que salió regular (correos como vacaciones para una programadora, como diría Schuster, no hace falta decir nada más) que intenta enhebrar lo laborioso por los cuidados, la coexistencia y las comunidad. Un juego de puras vibras, de esos de los que hay siempre menos de los que a mí, por lo menos, me gustaría. Así que, lo dicho, gracias por tanto.
4. An Eye for Optical Theory 1666 (Perfect Crime Games, 2023)
Es el segundo año de la Gran Plaga de peste bubónica que asoló Inglaterra en 1666 y un Isaac Newton de veintipocos años vuelve a casa de su madre. Tiene que dejar sus estudios a medias, lleva encerrado desde el estallido de la pandemia y lo único que le queda para mantener algo de cordura es, paradójicamente, una obsesión. Con todo el tiempo del mundo a su disposición, persigue la Teoría corpuscular de la luz, los colores escondidos en el aire que solo un prisma bien tallado puede revelar, el arcoíris que Pink Floyd compuso para adentrarse en el lado oscuro de la luna. Todos los días hace algún experimento. Ayer lo intentó hurgando en los ojos de un conejo, pero no fue una jornada fructífera por aquello de que se pusiese como se pusiese, no iba a lograr mirar a través de las retinas del animal. Hoy el sujeto es más óptimo, también un poco más complicado: él mismo, sus escleróticas, sus cachivaches para medir el sol. Ahí llegamos, para asistirle. Tenemos un alfiler, un espejo y un cuaderno y nuestro papel es pincharle las córneas y anotar cómo cambia su visión. A cada pinchazo brota la sangre y se desata un poquito más la locura, mientras los grabados pixelados de la habitación y de la cara de Newton en el espejo se van distorsionando, descomponiendo y coloreando. Este es, a todas luces (otra vez: pun superintended), un juego perturbador, terrorífico e inquietante que arrastra hacia esos planos oscuros donde la ciencia y lo esotérico se encuentran, atados por el lazo del horror corporal y la entrega enajenada al descubrimiento autodestructivo. Recuerda mucho a lo que hace Yames, a aquel científico desmenuzándose en hongos y dendritas para conectarse a la infinitud a través del dolor, a la biología teológica abisal que atisbó el éxtasis entre peces prehistóricos, a la cría de una entidad-abuelo entre barrotes con anacardos y módulos de lingüistica. También hay un juego de palabras, una efeméride visual a otro spectrum, el de Clive Sinclair, como si todo fuera una de esas bromas que van muy en serio. O dos, porque lo de "un ojo para la teoría óptica" es bastante literal aquí, va mucho más allá de la incondicional entrega newtoniana a la imaginación. Y porque, según parece, algo de historia "real" hay en este juego. La peste, el confinamiento, el regreso a casa, la teoría, los diarios, de todo ello hay constancia. Y según la descripción, de lo de los alfileres pinchando ojos también. Quizá por eso erice tanto la piel, no por pasar un rato de mutilación a cambio de conocimiento, sino por la compañía de uno de esos "Hombres de Ciencia" que eran capaces de todo por iluminar un poquito más un universo que siempre será inalcanzable. De dar hasta la propia capacidad de ver por sí mismos los resultados de su delirio.
5. Apartment (Kalonica Quigley y Maize Wallin, 2021)
Juego a Apartment el mismo día que a An Eye for Optical Theory por pura coincidencia, y ambos me llevan a momentos que se parecen bastante. En Apartment no hay ciencia maldita ni caras chorreando sangre, pero si hay pandemia, encierro, aislamiento. Y una memoria ramificada, propia y ajena, al entrar en ese apartamento que le da nombre y que hay que desmantelar objeto a objeto, habitación a habitación, recuerdo a recuerdo. Apartment es hijo de aquellos años de la COVID en la que la vida se paró, la incertidumbre secuestró la cotidianidad de quienes tuvieron la suerte de no morir y la cultura se volvió una red de vasos comunicantes con la que podíamos sentirnos reconocidas. En la práctica, es como jugar a Unpacking pero al revés, y ese cambio de dirección le imbuye una tristeza melancólica que creo que jamás se irá, aunque el paso de los años la entierre cada vez más en algún hoyo entre las costillas. Por sus estancias también reverberan las reminiscencias de Promesa, de las quietudes modeladas por sad3d, del surrealismo doméstico de A House in California que, también invertido, no da vida a una casa sino que le celebra lo más parecido que podría haber, dadas las circunstancias, a un velorio. Un videojuego sobre despedirse de un lugar de pertenencia, flotando en la esperanza del mientras-tanto, del no-para-siempre pero quién sabe hasta cuándo. Y un puntillismo muy Obra Dinn, muy dithering como filtro de esa memoria que nos conecta humanamente a un común denominador de suspensión y desconcierto que tan bien se da al juego, porque nada mejor que jugarlo para conjurar las heridas del pasado.
6. Between Stations (Sand Gardeners, 2017)
Otro videojuego sobre estar en compañía de una misma, esta vez en una noche de insomnio en un hotel de camas grumosas. No está muy claro que haces aquí, si este es un viaje de placer o de negocios o directamente no te acuerdas, pero al menos tienes una televisión con la que entretenerte. La enciendes, agarras el sintonizador y navegas las ondas y la nieve de estática, de estación en estación, en ese espaciotiempo intermedio y transicional (diríamos, supongo, liminal, si no fuese una palabra tan maltratada) en el que Ben Babbit encontró la voz de Junebug. Cada vez que das con una frecuencia se filtra un pitido incómodo, como si hubiese dudas, arrepentimientos y penas escondiéndose entre la programación de madrugada, donde los monstruos se confunden con las teletiendas y los documentales a deshora. Hace mucho que lo jugué así que no estoy muy seguro de los motivos, pero Between Stations me trajo muy pronto a la mente otro juego de Cardboard Computer, uno de los primeros, aquel Hummingbird Mind sobre tener la mente distraída y plagada de sueños despiertos que revoloteaba como un colibrí, distraída y libre. Between Stations es más pesado y letárgico y lánguido, pero se expresa en términos similares, a través de elecciones de esas que no se fijan en lo consecuencial, sino en lo expresivo y lo existencial, en la poética de la ramificación como magma identitario. Es corto y pega fuerte, y tiene un no-final que lo vuelve eterno, exactamente como se sienten esas noches en las que la espalda no se entiende con el colchón, la almohada no se calla y el techo ensaya las miradas devueltas de todos los abismos. Si apagas la tele puedes verte en el reflejo, una sombra a contraluz de una ventana que no tiene cara, apenas cuerpo. Un grumito de oscuridad vagando entre estaciones.
7. Nobody Knows for Certain (loveandotheroutdoorgames, 2023)
(Se me acaba el espacio de la carta, así que empezaré a abreviar)
Un archivo interactivo, micelio de relatos, retrato de un siglo y un territorio desde la itnersección de la ficción, la documentación y la fantasía, todo hilado como un telar de ilustraciones infantiles surgido del encuentro entre lo soviético y la tradición narrativa de la India. Un lugar fantástico para explorar las periferias de lo interactivo, las ontologías del juego, las materialidades de la hipertextualidad… Ese tipo de cosas abstractas que a mí tanto me gustan.
8. The Devil’s Imago (DOMINO CLUB, 2023)
Una visual novel alojada en la sexta jam, humors & humus, de uno de los colectivos más interesantes del panorama videolúdico. «Un relato de fuerzas primitivas, desconocidas, indiferentes y desenterradas», o como tuiteó Kitsune, un corto de terror que derrocha personalidad. Lo histórico contra lo ficcional, el horror frente a lo fantástico, el moho ante las cigarras. Estatuas que florecen del suelo, historiadores espías esqueléticos demoníacos, un pueblo que huele a lavanda podrida. ¿Necesitan algo más?
9. Ruins (Cardboard Computer, 2011)
Como sin querer (queriendo) he estado pensando mucho en Cardboard Computer mientras jugaba a todas estas cosas, me fui a sus obras pasadas y me di cuenta de que nunca llegué a descargarme su Ruins. Podría estar un buen rato hablando de este juego, especialmente de los flecos de obras futuras que asoman por todos lados (su perro y el de Kentucky Route Zero, la textura onírica, la composición de las cámaras, …). Un videojuego sostenido que tiene lugaridad de umbral y cuya historia es la de un principio que es final, y viceversa, y que puede condensarse en la pregunta que le tomé prestada para titular esta carta. ¿Cuál es la diferencia entre un preludio y una ruina? Ambas cosas apelan a algo mayor, parte incompleta de un todo que puede ser o no accesible, fogonazos de un tiempo delegado. Depende, diría, de cómo miremos, existamos y juguemos: hacia atrás o hacia adelante, lo que fue o lo que será, lo que viene y lo que ya, cuando le toca, se va. Si no lo conocían, bájenlo y paseen un rato con su perrete, rebusquen entre memorias y jugueteen en su penumbra. «Ojalá estés soñando que persigues conejos».
Ojalá no haya ruina que no sea preludio de algo nuevo.
Ojalá nos volvamos a encontrar aquí mismo, cuando haya pasado otro año.