Se acaba febrero, 29 días de lo que, a todas luces, ha sido un mes. El mío ha tenido un poco de todo: enfermedades, cumpleaños, motivaciones bajo cero, búsquedas de piso, trabajos acumulados, menos lluvia de la que me gustaría y bastante más ansiedad de la que necesito. Ahora mismo, mientras escribo, estoy un poco Bilbo a punto de marcharse, mantequilla untada sobre demasiado pan, con un puñado de cosas empezadas que no se terminan (vale; que no termino) y con mis listas de cosas que tengo que leer y jugar ganándome todas las partidas. Pero no vengo a quejarme, ni mucho menos, que si para algo sirven estas cartas es para tener un rinconcito de oxígeno y respiraciones profundas, así que hablemos mejor del otro gran protagonista de mi febrero: Infinite Wealth. El nuevo Yakuza (o Like a Dragon, que los llaman ahora) se ha comido, una tras otra, 60 horas de mi vida con su enésima iteración de lo que ya solo puede denominarse diógenes sistémico, esta vez con varias decenas de juegos superpuestos y más protagonistas de los que, aunque les pese a los del Ryu Ga Gotoku Studio, caben en su fórmula magistral. Demasiados personajes, demasiadas leyendas, demasiadas ciudades, demasiados numeritos y estadísticas que subir hasta que el sonido del logro desbloqueado te libera de alguna tarea, demasiados focos para que la épica no se transforme en tedio y los cuidados en meras tareas. Así no, diría como resumen, aunque la idea misma de resumen sea impracticable para una obra de escala tan monumental como esta.
En condiciones normales le escribiría una crítica independiente a Infinite Wealth, volvería a lo que escribí sobre Lost Judgment (va siendo hora de elegir qué quieren ser estos juegos y que dejemos de fingir que puede ser decenas de cosas a la vez sin que se desmoronen) y sobre Yakuza: Like a Dragon (la liminalidad en la que entraba una serie que no sabía adónde ir ni que tiene que cambiar, pero es lo suficientemente lúcida como para saber que necesita una nueva dirección y reinventarse a sí misma), para llegar, con toda seguridad, a la misma conclusión de siempre: el único camino posible pasa por la desescalada y la deconstrucción. Lo primero parece poco más que una quimera, porque manda el mercado y el éxito continuo destierra cualquier lógica que no sea la de seguir haciendo lo que en términos financieros funciona. Lo segundo está presente a fogonazos, personificado por Ichiban Kasuga y su masculinidad vulnerable, su protagonismo coralizado y su cara hinchada de llorar porque el mundo no puede seguir girando a base de puras patadas y puñetazos. Infinite Wealth sigue esa senda, pero solo puede dedicarle la mitad de su atención, porque tiene que hacer hueco al regreso de su legendario Kazuma Kiryu, un tipo que lleva yéndose casi una década y cuatro entregas pero que siempre está ahí, listo para una última misión, para la pelea que acabará con todas las peleas, aunque tenga ya 55 tacos, el pelo lleno de canas y arrastre un REDACTED y resulte ridículo a poco que una se ponga seria. Es extraño, porque por todas partes se puede percibir una especie de autoconsciencia tenue a través de la cual Infinite Wealth confiesa, entre murmullos, el estancamiento de lo Yakuza, poniendo la noción de una necesaria transición en su origen de coordenadas temático y narrativo, pero no encuentra otra manera de manejarlo que no pase por la reverencia a un pasado que hipoteca cualquier atisbo de un futuro alternativo. Lo Yakuza, para que nos entendamos, sigue sin confiar en sí mismo.
Vaya por delante que este es el primer capítulo después de la salida de Toshiro Nagoshi del estudio y que con ello ya tendríamos motivos suficientes para una entrega continuista y conservadora, pero llega un momento en que pienso demasiadas veces un «qué bien esto, ojalá más de esto, ojalá solo esto». Valoro mucho, muchísimo, que el Kiryu mayor y UPS SPOILERS se muestre vulnerable, que sus escritoras optaran por hacer prevalecer la manera de existir y relacionarse con el mundo de Kasuga (la interdependencia, la amabilidad, la confianza) y que el gran tema siga siendo la búsqueda de un lugar en el mundo, pero no puedo seguir despidiéndome in aeternum de un personaje (al que quiero con todo mi corazón) cuya historia ya acabó y existe como un mero amasijo de memorias y arrepentimientos. Pocas cosas me atrapan más que la inmensidad de los retratos de la urbanidad contemporánea que ha dejado tras de sí la estela de esta serie, sintiendo cada paseo por Kamurocho, Sotenbori, Ijincho, Onomichi y, ahora, Honolulu como un abrazo y un espacio seguro y confortable, pero tremenda también la frustración ante cada intento de contar hacer crítica de la realidad entre un mar de iconos, distracciones y contenido. Por cada luz una sombra: discurso contra el turismo masivo, las crisis habitacionales y la desigualdad social mientras te invitan a construir una paradisíaca isla con un “buen” resort que haga las cosas “bien” (emosido psoizados); denuncia del fracaso institucional rampante en las democracias modernas mientras el espectáculo, el melodrama y las risotadas malignas reinan en un AAA institucionalizado como cosechadora de atenciones; historias sobre la perversidad económica y la lucha de clases mientras tus bolsillos se llenan de millones de dólares base de pegarte con gente en la calle; oda a la otredad y al personhood de los PNJs mientras se pokemoniza (de manera muy literal en Infinite Wealth, hay un Pokémon de personas que puedes coleccionar y hacer pelear entre sí) la demografía de unas ciudades cuyas problemáticas se ridiculizan y manejan desde el más burdo cliché. Y así podría seguir durante un rato, aunque sería en balde y, a fin de cuentas, creo que ha quedado claro. Infinite Wealth es un juego a la deriva: ni hacia atrás ni hacia adelante.
Pero luego están las manos. Confieso cierta predilección con los videojuegos que encuadran las manos de sus personajes, sus encuentros, sus manierismos, sus intimidades. Sé que suena extremadamente específico, pero me pasó con Elden Ring y sus primerísimos primeros planos de caricias y apretones, vi en ello el mejor punto de salida posible en Lost Judment cuando, tras otro monumento al más-masivo-todavía el segundo caso de Takayuki Yagami cerraba con la imagen de una caricia en el hombro, y ha terminado de cristalizar en obsesión en este Infinite Wealth que encuadra gestos como estos por aquí y por allá. Pequeñísimos detalles que atesoran la humanidad que late al fondo de tanto ruido, que ofrecen una interpretación a su título (los afectos cultivados con el paso de las horas como una riqueza infinita, auténtica, incalculable; Yakuza siendo, literalmente y desde siempre, los amigos que hacemos por el camino) y que oxigenan el tejido nostálgico de unas calles por las que pasean un sinfín de fantasmas. Y eso es interesante per se, la experiencia de vagar con Kiryu por las avenidas de su pasado y coleccionar mementos (mori) tiene gran calado para quien, como yo, lleva con él desde el juego original de PS2, hace casi una década, pero ahí hay un juego entero. Uno de tantos que no arraiga porque no espacio (ni tiempo) para todos, porque no se puede ser, a la vez, parte 8 y greatest hits, y va siendo hora de aceptarlo. Los días de la compenetración llegan a su fin y han sido soberanamente fructíferos: Kasuga y Kiryu juntos, enriquecidos y compenetrados en una suerte de estoicismo aprensivo, una blandura férrea, una fragilidad inquebrantable (premio al oxímoron del mes). El peso del pasado y sus pecados contrapuesto a la carga del futuro y sus ilusiones. Las lágrimas de ayer fluyendo junto al llanto de mañana. La fe en que podemos hacerlo mejor, la esperanza en que podríamos incluso lograrlo. Las manos tendidas, los puños abiertos, los dedos entrelazados.
Y hasta aquí Infinite Wealth, que me enrollo y en breves substack empieza a ponerse nervioso y a decirme que estoy escribiendo más de lo que cabe en un correo electrónico tipo. Como una gran parte de mis partidas desde la última carta han sido a este juego o las he dedicado a movidas de trabajo (la siguiente Mochila de juego, el próximo video, etcétera), lo que queda va a ser puro reader, principalmente de mi puesta al día con mis columnistas de cabecera en Unwinnable. Para el mes que viene me esforzaré en que haya más jueguitos, que no será porque mis listas no crezcan por encima de mis posibilidades y a ritmo desorbitado. Eso si la totalidad del videojuego no ha terminado de venirse abajo, visto que cada día hay nuevas noticias sobre estudios que cierran, trabajadoras despedidas y cierre de filas en torno a consejos de administración. Como escribieron desde la cuenta de X de Santa Ragione, «los jugadores que creen que “votan con su cartera” mirarán hacia atrás y, con suerte, se darán cuenta de cómo condenaron una forma de arte a la irrelevancia cultural». Contra esto, entre muchas otras cosas, mi apelación de siempre: debemos recuperar la soberanía de nuestra atención, y hacerlo mucho más allá de la manera en qué compramos. Cómo, de qué y con quién hablamos de las cosas es lo que sostiene el circuito que este la industria necesita para el tráfico de sus influencias, así que también es la mejor herramienta que tenemos a mano para acabar con su tiranía.
Dicho esto, dentro los puntos de hoy:
1. El último capítulo de la reciente temporada de Something Rotten dedicada a Metal Gear Solid 1 y 2 tiene de invitada especial a Harper Jay y a poco que estén interesades en estos juegos deberían ir corriendo a descargarlos (y si no, también, no sé, por probar). El placer de escuchar a alguien con tanta introspección sobre una obra que ha estudiado durante mucho tiempo y, además, es capaz de comunicarlo tan bien, es el mejor colofón que podría tener este (millonésimo, para qué engañarnos) revoloteo por el trabajo de Hideo Kojima. Me quedo, entre muchísimas cosas, con la idea de Jay de la jugadora como una presencia antagonista a las intenciones artísticas de un videojuego, y cómo Metal Gear Solid 2 hace de esa fricción (hoy esta es la palabra estrella, qué le vamos a hacer) su punto de fuga formal y (meta)ficcional. Si lo han jugado, sabrán a lo que me refiero. Si no, vayan a por él (aprovechando que salió hace poco la Master Collection) y luego véanse el video inaugural de mi canal de Youtube, que no enlazaré porque la ejecución me da un poco de vergüenza (no así el texto; el texto ha aguantado bien, a mi juicio, que no es que sea el más relevante pero ahí queda).
2. Dia Lacina (y su compañere Em) empezaron una serie de let’s play con Boku No Natsuyasumi 2, aprovechando el reciente parche con la traducción al inglés de HilltopWorks. Si, por lo que sea, no les va bien jugarlo de primera mano, esta es una buena alternativa.
3. Ya que estamos, si están en mood de juegos japoneses de PSX que nunca salieron de allá y que están siendo traducidos de manera no oficial al inglés, tienen también por ahí los parches para Racing Lagoon (también de Hilltop), un RPG de coches por las calles nocturnas de Yokohama, y para Mizurna Falls (a cargo de nikita600 y Cirosan), un juego de investigación con ecos de Twin Peaks sobre unas desapariciones en el pueblo que le da título.
4. Loading the Gun: Simulation and Realism in Horror Mechanics - Emma Kostopolus, Unwinnable, 2024
Emma Kostopolus, declarada seguidora de la obra de Frictional y tras jugar su última publicación, Amnesia: The Bunker, se pregunta en esta columna: ¿Cómo podemos incorporar el horror a las mecánicas de algo? Va tras las posibilidades del terror en lo procedural, a las tensiones que pueden inyectarse en los pequeños y lentos gestos de una acción detallada cuando está envuelta en una atmósfera hostil, como el revolver de este último Amnesia y su necesidad de recargarlo bala a bala, clic a clic. De primeras, este texto me lleva a uno de Jon Bailes de hace un tiempito en el que da vueltas a cuestiones muy similares, aquel Making the Mundane Meaningful de 2022 para Media Foundry (que ahora mismo no es accesible, no sé si se habrá perdido para siempre en el abismo del lost media; suerte de mí que guardé una copia, si alguien la quiere que me la pida sin reparo) en el que exploraba lo que podía pasar cuando los automatismos (y las elipsis) del videojuego se deshacen en procesos pormenorizados, necesitados de atención e incluso cercanos a lo ritualístico. Bailes también escribía entonces sobre las armas, esos instrumentos ubicuos en este medio tan dado al conflicto superficialmente violento que, pese a su relevancia, tan a menudo se sienten como objetos de usar y tirar («¿Qué procesos harían falta para que nuestra relación con un arma fuera tan importante como la que tenemos con nuestro vehículo en FAR?», se pregunta, y podríamos poner mil ejemplos más, y luego dar algún paso atrás para dudar sobre si es realmente necesario tener vínculos profundos con una pistola, pero quizá sea uno de esos casos en los que la inevitabilidad solo da margen para buscar un poquito de luz entre tanta sombra, no lo sé), y con Mundaun, Ikai y Dragon Quest XI sobre su mesa se alegra de que algunos juegos «estén centrándose cada vez más en el peso cultural, la espiritualidad, la dedicación, el esfuerzo o la artesanía de las acciones, utilizando la repetición de lo ordinario para vincularnos a la vernacularidad de sus mundos en lugar de dejarnos pasar por encima de ellos». Kostopolus, por su lado, se apoya en la diferencie entre simulación y simulacro de Baudrillard para tirar de un mismo hilo, la manera en que «los medios modernos, con sus características hiperexageradas y sus melodramas, fueran todos simulacros y que ello erosionara nuestra capacidad de comunicarnos e interactuar con el mundo de maneras importantes». Una idea que nos lleva a pensar en cómo el videojuego media entre nosotros y la realidad, pero también en cómo el grano mecánico de una obra nos permite o nos limita a la hora de relacionarnos con la realidad de la ficción. Si, sentadas delante de una pantalla y apretando botones en un mando, jugar es una actividad dialógica e intersubjetiva o un acto de consumo de vidas ajenas.
El foco de Kostopolus, como adelanta su título, está en lo horrorífico. La autora, confesándose detractora de la energía de empoderamiento masculina de Resident Evil 4 y su rotura con la vulnerabilidad que había sido esencial a la serie hasta esta cuarta entrega, describe una textura desarrapada: «al ser tan buena matando cosas, sostengo que hay poco o ningún [...] miedo durante el juego. El simulacro destruye la tensión». En Amnesia: The Bunker, la torpeza y el mayor grado de "realismo" (materia complicada, pero no toca) a la hora de recargar el revolver (el principal mecanismo de defensa, que no de ataque, en un videojuego sobre ser depredada) elevan la fenomenología del terror videolúdico, pero sobre todo revelan que hay mucha más hondura en el horror que podemos localizar en la realidad que el que nos aleja de ella (un argumento extrapolable a la generalidad del videojuego, tenga el sabor que tenga). «Lo que aterra nunca es realmente el monstruo», sino la noche del pensamiento que acecha en las alegorías del horror, esas cosas «con las que lidiamos diariamente», como «el racismo sistémico, la soledad, el paso del tiempo». El bottom line, desde mi lectura, es una llamda de atención hacia este mismo poder, el estallido alegórico, cuando emerge de lo mecánico, cuando un gesto nos pesa, nos ancla a un cuerpo, nos lanza contra una ficción demasiado real y, a cambio, hace inevitable que asomen las ficciones que reptan en el constante choque de nuestras realidades
5. Goth Femmes of Elden Ring - Deirdre Coyle, Unwinnable, 2024
Un ranking de la goticidad de personajes de Elden Ring, que empieza con la señora Tanith, que heredó una mansión en el cráter de un volcán tras comerse el cuerpo de su amante semi-dios, y culmina con Fia, la acompañante del Lecho de Muerte, la guardiana de Aquellos que Viven en Muerte, la bruja de aquellos abrazos sobre los que escribí tras mi paso por las Tierras Intermedias. Un texto corto, ameno, juguetón: fun times at la escritura sobre videojuegos. Más, por favor.
6. The Surprising Horrors of Frictionless Romance - Ruth Cassidy, Unwinnable, 2024
Cassidy, una de mis referentes hoy, ayer y siempre, escribe en esta entrega de su columna Friction Burns sobre el rozamiento entre la playersexuality y la autonomía afectiva de los personajes que acompañan a la jugadora en los RPGs que incluyen el sexo y el romance entre sus sistemas. Mirando hacia el artículo que Kenneth Shepard escribió en Kotaku hace un par de semanas (coincidiendo con San Valentín), The Industry Is Divided On How To Write Video Game Romance, sobre la fricción (por seguir anidándonos en la columna de Cassidy) entre el amor y la fantasía de poder que parece inherente a las estructuras del videojuego de rol basado en vender posibilismo actancial, la crítica nos entrega otra tensión para la lista de cosas-a-las-que-dar-ochocientas-vueltas, la que surge entre la pretensión de libertad y la pretensión de realidad. Dos palabras que siempre significarán, al menos hata cierto punto, algo particularmente diferente según el contexto y el objeto que estemos estudiando, pero que en obras a la Baldur's Gate 3 (aunque sea injusto usar el último en llegar como molde, pero para que se entienda) implican una necesaria elección entre limitar a la jugadora (es decir, incorporar el rechazo al espectro de opciones) o desvestir de cualquier identidad mínimamente profunda a todo lo que caiga en el saco de los PNJs. Al fondo de todo esto está la típica objetualización de las demás, algo que parra Cassidy «puede sentirse mucho más como una historia de terror que como un reláto romántico», y como tantas otras cosas es sumamente extrapolable a cualquier eje relacional con todo lo que no es propio al otro lado de una pantalla. Yo, como Cassidy, también prefiero que haya más frición y límites, y estoy convencido de que siempre es mejor tener menos posibilidades de mayor calado que lo contrario (como aquello de menos combates pero más significativos de cuando Wolfstride, otro RPG y un asunto, el de las peleas en el centro de todos los roles, que se maneja igual que estos romances, al por mayor y en serie). Como hacen en Inkle, por terminar con un ejemplo positivo, y sin que se note que estuve escribiendo sobre este estudio hasta hace unos días y así me tiro un triple. Juegos sobre gente hechos por gente. ¿Qué mejor?
7. Games with Teeth - Hayes Geldmacher, Unwinnable, 2024
Una columna que nos acerca peligrosamente a una discusión sobre la que apenas se ha escrito, la de la dificultad videolúdica, pero que nos abre una ventanita a pensar ese tipo de juegos que muerde y se revuelve y se resiste y hace sufrir y preguntarse por qué carajo estoy jugando a esto si la vida es solo una y ya bastante dura es como para jugar a ponerme palitos en las ruedas. No he jugado a Fear and Hunger, en cuya segunda parte arraiga este texto, pero sí que tengo mi ración de agonías en la mochila, como la crueldad y el maltrato temporal de Darkest Dungeon, el masocore de Getting Over It o el neorrealismo crudo y deprimente de Cart Life, y no puedo sino coincidir con Geldmacher en que hay ciertas esferas estéticas que sólo pueden experimentarse desde la saña (o desde la fricción, como antes, con Cassidy). La tolerancia que la jugadora pueda o no tener a estos contextos hostiles es, otra vez como-tantas-otras-cosas, un rasgo cultivable a medida que va familiarizándose con el medio (en algún rinconcito de mi cabeza hay ganas de escribir que es un gusto adquirido, pero creo que los tiros van por otro lado, más hacia replantear los marcos de disfrute para que todo lo que no se enhebre por la diversión canónica tenga que ser metabolizado como excepción), y la crítica, si acaso tuviera un papel, sería el de alumbrar su posibilidad para que pueda concebirse como elección. Y si estuviéramos hablando de dificultad (que no lo estamos, lo juro), diríamos que la diferencia fundamental sigue siendo la que separa lo único que importa al final del día: qué partes de una obra (de una experiencia estética) significan y cuáles responden a poco más que inercias preestablecidas. A mí, personalmente, me encanta cuando un juego me pone contra las cuerdas, pero no son pocas las veces en que lo valoro en un nivel conceptual, como cuando dedico un puñado de tardes a llegar al fondo de Below pero me niego a jugar en modo supervivencia, porque entiendo que morirse de hambre y sed es parte de su viaje abisal (y de su visión original), pero no, gracias. Con Downwell, por el contrario, mi negativa fue a acabarlo de cualquier otra manera que no fuese en modo normal, sin variantes en el movimiento o más herramientas para sobrevivir que las más básicas que ofrece, y me llevó unos cuantos años pasarme su pozo. Tengo curiosidad por qué me pasará cuando llegue al rincón de mi backlog en el que está esperándome Fear and Hunger. Dependerá del día y la alineación de los planetas, de si lo que hace clic pesa más que lo que haga plom, pero al menos puedo estar tranquilo porque ir a jugarlo será algo a lo que he llegado con tiempo, partidas y años de compañía para navegar este circuito tan heterogéneo, será una elección. Y dejarlo, si ocurre, también.
8. Justin Reeve escribiendo sobre el Pacífico Noroeste de América del Norte como escenario de ficción en Pacific Palettes, a tenor del éxito de Alan Wake II y sus paisajes de bosque y arquitectura vernácula. No he jugado todavía a lo último de Remedy (ojalá, pero mi PC no lo mueve y no me da para una Play 5; interesades en hacer una donación para la causa pónganse en contacto conmigo por la vía que prefieran) pero tampoco me hace falta para que esta región del mundo viva rent free en mi cabeza. Y puedo decir, además, quién fue el responsable: John Rambo y su First Blood, una grandísima película por muchos motivos, entre los cuales está Hope, su pueblo imaginado en los confines del estado de Washington. Diría que ojalá este recoveco de los Estados Unidos y Canadá se hiciera más popular, pero en verdad no. Está mejor así, dejémoslo tranquilo, no vaya a ser que lo matemos de éxito y perdamos otro lugar feliz.
9. Joshua M. Henson cruzando su experiencia personal trabajando de cara al público con el terror espontáneamente cómico del pelotazo multijugador de hace unos meses en Lethal Company and the Ethos of the "Bad Job". Tampoco lo he jugado (no tengo con quién), pero sí que he pasado muchas tardes viéndolo en Twitch, y estoy segurísimo de que si hubiese coincidido con aquel programa sobre el horror laboral que hicimos en Mochila de juego allá por 2022 se habría convertido en la estrella de la conversación. De nuevo, la intensificación del terror cuando su alegoría nos aprieta contra la realidad, cuando tras los monstruos están las depresiones capitalistas, los números rojos y las vidas invivibles. Pero de nuevo, también, las relaciones humanas como la luz al final de todos los túneles, por retorcidos y sombríos que sean.
Y eso es todo por lo que hay en mi bolsillito de febrero.
Gracias por leer y hasta la próxima <3